Me
encanta su manera de caminar bien contoneado y apretadito. Con esos pantalones
de mezclilla resaltando las formas.
Es
todo espectáculo de pirotecnia emocional.
El
vaivén de los pensamientos, como pájaros, volando a su nido.
Su
cadencia de paso a lo largo del corredor, en la universidad, es como un gran
concierto de rock.
Entre
clase y clase, buscando el aula para la siguiente materia.
Gracias
totales, parece decir, al detener la marcha.
La
veo alejarse o pasar de lado. Apenas levantar la mirada.
Ven
me pide.
Se
talla las dedos. ¿huele? dice.
No
necesito adivinar. Tiene los ojos rojos. La invito a desayunar.
Debes
tener bastante hambre.
Un
poco contesta. Estoy libre hasta la tarde.
Vamos
a mi apartamento. Te cocinaré.
Subimos
a mi auto.
No
puedo evitar seguir el rastro de su sombra, ahora al lado, a lo largo del
estacionamiento.
Quince
minutos más tarde llegamos a mi fortaleza.
Se
abre el portón automático.
Se
cierra y yo destrabo la puerta.
Voy
por ahí levantando el tiradero. Una de las desventajas de la independencia económica
familiar.
Me
pide el sanitario. La guio hasta la puerta.
Del
refrigerador extraigo el cubo con pasta.
Se
ha dado una ducha rápida.
Llega
hasta la cocina en ropa interior, con su blusa y pantalón doblado.
Los
coloca sobre la mesa. Se sienta. Escucho su piel rozar con el plástico del
asiento.
¿vas
a querer desayunar o nos vamos directos al postre? le digo
Sonríe.
Me
toma de la mano. No requiero palabras para convencerla.
Camina
como siempre. Como si en la vagina
habita el pene ecléctico y juguetón, pronto a ser devorado.
Con
su paso ajustado y reducido, ella evita dejarlo salir.
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