Thursday, September 01, 2005

El hombre del único zapato azul



El cazador en espera: casi tres horas en el mega aeropuerto para hacer conexión del vuelo. El corazón palpitante. Tengo miedo. Voy a estar con ella en el paraíso por siete días.
La playa, el calor incrustado en el cuerpo, el aroma a bronceador. Todo junto. Listos para compartir la misma cama.
Ella, la de un día con la regadera abierta, hace casi dos años, el agua corriendo, el vapor llenando el cuarto, los dos entrelazados, ella pequeña, siendo mi niña, ella misma, yo serpiente, tragando agua, comiendo de sus pechos y de la comisura de sus piernas.
Reptando en los mosaicos, vapor y mas vapor, a nadie le importa la cuenta del agua.
Vamos a la cama, le dije, ella brinco. Las sabanas empapadas. Afuera el mundo sigue su rumbo. Nosotros tenemos una cueva donde solo caben dos. El amor es una toalla para secarse el sudor.
Ahora le vuelvo a ver, después de la semana santa. Recuerdo ese mensaje de no te mereces una mujer equivocada. Pero hay algo mas intenso y viajo hasta el otro lado del mundo para encontrarme con ella.
La mujer mujer, la madre de una pequeña de dos meses. Pensé habría algo entre nosotros serio. Pero mi tienda ha sido saqueada por un salteador, alguien sin nombre. En mis noches su rostro no aparece. Solo la silueta, la de los dos, ocupando mi lugar en la regadera.
Llego al otro lado del mundo y es media noche. He aprendido a vivir con tan solo un back pack. En esta vida no se necesita nada mas. Solo lo indispensable. Tal vez la libreta y el bolígrafo, ambos no olvidamos.
Me espera en la calle. Yo la veo igual, pequeña, delgada como un sueño lluvioso.
La abrazo, me besa, ambos necesitamos llorar. Nos sentamos en el balcón del departamento de su hermana. Tomamos cerveza y quiero oír esa historia. ¿Quién me robó este sueño? No lo sé, pero me duele, es una espina tan clavada, tan certera, mi espina su cuerpo.
Hablamos por horas. Tomamos un respiro. Cada uno se va a dormir. Comparto cama con ella y su hija. Quisiera decir nuestra, pero no lo es.
Por la mañana salimos a la playa, seguimos incorrectamente las coordenadas y después de 40 minutos de caminata llegamos a una playa embarcadero.
Me meto al mar, y ella cuida de la bebe. Solo despierta para comer y para seguir en su aletargamiento.
Utilizo el bronceador. Vine preparado a pasar unos días lejos de todo. Del aroma a tinta en las bodegas, de los seis pisos donde el sol jamás se pone, donde no he visto el atardecer tomado de la mano de nadie.
En nuestro pequeño paraíso, ella, la niña y yo. Voy por unas cervezas. A lo lejos veo un tipo pidiendo bronceador. Parece carne fresca supongo. Regreso y le digo, la próxima vez cuando te pidan algo, puedes decirles de lo celoso de tu esposo.
Ella sonríe, se siente protegida. Yo observo a los paseantes. Fumo y guardo toda la basura en una bolsa especial. Odio a los desordenados. Me odio a mi mismo. Y quizá este odiando a ella misma.
Al final del día tomamos un colectivo para regresar al apartahotel. Camino descalzo. La arena se ha hecho una maza con el aceite del bronceador. No quiero ensuciar mis tennis azules.
Abrocho el velcro de los zapatos con la agarradera del maletín.
Ella carga a la bebe. El sol quema mis pies. Siento alivio al subir.
En un instante me doy cuenta de mi pequeña tragedia ambulante. Falta el zapato derecho. Debió caer. Ya me imagino volviendo a la ciudad con dos periódicos amarrados con ligas.
Ella al reencontrarnos en el paraíso me obsequio unos huaraches. Alguien nos observa y cuida, tengo la sensación.
Guardo el sobreviviente zapato azul. Lo utilizare para algo de arte objeto. Ahora la niña duerme, ella fuma conmigo en el balcón.

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