El
gato llego muriéndose a la puerta de la casa de la chica que le decimos la
bruja.
Rasguño
la puerta, como lo hizo muchas veces antes y exhaló su último suspiro. Cayó muerto
y nadie pudo hacer que se pusiera de nuevo en pie. Tampoco nadie tuvo el interés
de hacerlo.
Era
su muerte y no la íbamos a interrumpir.
Su
dueña, que tiene pocos meses de casada y un hijo, no estuvo presente para
escuchar tan lastimeros maullidos.
Ya
ha salido para llevar al infante a la guardería. Y ella rumbo a la oficina tomó
el metro.
Su marido es artista, nos ha dicho. Así que nadie le molesta.
Su marido es artista, nos ha dicho. Así que nadie le molesta.
Sigue
dormido. Con el minisplit y el abanico dirigido directamente a su cara. Eso es
vida, supongo.
Pero
el gato, gris y bastante feo, ya no podrá seguir con sus correrías. Yéndose en
la noche y regresando por la mañana. A veces con rasguños, las más, supongo,
bien descremado.
Es
gato y no tiene otra obligación que cruzarse con las gatas. Seducirlas. Luego
introducir su espinoso pene en sus estrechas vaginas de gatas.
Por
eso son animales. Los animales también tienen malas rachas.
Por
la culpa de ella, la bruja oficinista y su deseo de corresponder al cuidado contra
el maltrato animal, recogiéndolos en cualquier parte donde los encontrara,
desvalidos o hambrientos, toda la vecindad huele a miados.
Hasta
mis plantas: el geranio, el jazmín y la huele de noche, que con tanto celo
conservo.
Pero
ese gato ya no podrá orinar una maceta. Ni cagarla. Ya esta tieso.
Tampoco
robar el espíritu del hijo de la chica oficinista a la que llamamos todos los
que vivimos en la vecindad como la bruja y que a esta hora del medio día, no
sabe que su marido hace el amor con la vecina de 13, que llegó a darle la fatal
noticia, que el gato de su esposa, esta muerto en la puerta de la casa.
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