Para Claudia Ojeda
Los
matrimonios perfectos son los que cada uno duerme en su recamara. Guardan el
encanto y la decencia. Renueva el deseo e inspira descubrir la intimidad.
Conozco
uno.
Ella
duerme en la recamara de la planta baja. Disfruta del sistema de cable por
televisión. Mini Split. Dos camas individuales. Al lado del baño. Dos pasos
delante, la cocina.
Mientras
él, en la planta alta, con la pantalla de plasma y blue ray.
Eso es
equilibrio.
Ya destapada
la champagne. Ahora hay que conservarla en buen estado.
Nadie
en sano juicio tiene porque chutarse las flatulencias de su pareja. Verla
defecando, escuchar el chorro de orina o recoger las toallas sanitarias.
Los
ronquidos son el mosquito más molesto de la vida conyugal. Lo acompaña la ropa
interior recién lavada colgada en la regadera.
Compartir
la cama es consumir humores. El hedor de la boca la mañana siguiente. Es bajar
al infierno de todos los días.
La
costumbre no solo es más fuerte que el amor: lo mata.
En solitario,
el espacio se multiplica.
Quien
se ha aventurado por años a compartir la vida, debe tomar terapia. Asistir
puntual a las citas. Contar con consideraciones laborales y días libres.
Los estragos
de quien padece, se manifiestan de diversas maneras.
Gota.
Crecimiento de los pechos en los varones. Falta de movilidad en el esperma. Cambiar
de equipo de futbol. Visitar los templos más que las cantinas e insomnio
Es mi
caso: el sueño mutilado causa alergia, cada vez que ella, con potente
trasero, mientras compartimos cama, cambia intermitente y acalorada, de lado en su sección.
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